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Llevan arcos y espadas, son crueles e inhumanos; avanzan como las olas del mar rugiente, montados a caballo, ordenados como un solo hombre para atacarte, hija de Sión.» (Jeremías 6, 23)
Hija de mi pueblo, vístete con sacos, revuélcate en la ceniza, colócate luto como por un hijo único, llora amargamente, porque de repente cae sobre nosotros el que nos va a destruir. (Jeremías 6, 26)
Curan sólo por encima la herida de la hija de mi pueblo, diciendo: «¡Paz, paz!» siendo que no hay paz. (Jeremías 8, 11)
El grito de angustia de la hija de mi pueblo se siente a lo largo de todo el país: «¿Ya no está Yavé en Sión?, ¿su Rey ya no está allí?» «¿Por qué me han irritado con sus ídolos, con esas cosas extranjeras, que nada son?» (Jeremías 8, 19)
La herida de la hija de mi pueblo ha pasado a ser la mía, me siento abatido y espantado. (Jeremías 8, 21)
¿No hay, acaso, bálsamo en Galaad ni queda allí ningún médico? ¿Cómo es, pues, que no mejora la salud de la hija de mi pueblo? (Jeremías 8, 22)
¡Quién pudiera cambiar mi cabeza en una vertiente y que de mis ojos brotara un arroyo de lágrimas, para así llorar, día y noche, los muertos de la hija de mi pueblo! (Jeremías 8, 23)
Por eso, así habla Yavé de los Ejércitos: «Voy a probarlos en el fuego del crisol, ¿qué otra cosa puedo hacer con la hija de mi pueblo? (Jeremías 9, 6)
Les dirigirás estas palabras: De mis ojos están brotando lágrimas día y noche, sin parar, porque un gran mal aqueja a la hija de mi pueblo, una herida muy grave. (Jeremías 14, 17)
¿Hasta cuándo andarás de aquí para allá, hija rebelde? Porque Yavé ha presentado una cosa nueva en la tierra: la mujer es la que busca a su marido. (Jeremías 31, 22)
¡Sube a Galaad a buscar bálsamos, virgen, hija de Egipto! ¡Pero es inútil que multipliques tus remedios, pues nada podrá sanarte! (Jeremías 46, 11)
Prepara tu equipaje de desterrada, hija de Egipto, que vives tan cómodamente. Nof será reducida a un desierto, a un montón de ruinas abandonadas. (Jeremías 46, 19)