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Nobá fue a conquistar Quenat y sus ciudades dependientes, y les puso su propio nombre: Nobá. (Números 32, 42)
Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios, y él te eligió para que fueras su propio pueblo, prefiriéndote a todos los demás pueblos de la tierra. (Deuteronomio 14, 2)
No obligues a tu hermano a pagar interés, ya se trate de un préstamo de dinero, de víveres, o de cualquier otra cosa que pueda producir interés. (Deuteronomio 23, 20)
Podrás prestar a interés al extranjero, pero no a tu compatriota, para que el Señor, tu Dios, te bendiga en todas tus empresas, en la tierra de la que vas a tomar posesión. (Deuteronomio 23, 21)
Los padres no morirán por culpa de los hijos ni los hijos por culpa de los padres. Cada cual morirá por su propio pecado. (Deuteronomio 24, 16)
Después, Jefté envió mensajeros al rey de los amonitas, para decirle: "¿Qué tenemos que ver tú y yo, para que vengas a atacarme en mi propio país?". (Jueces 11, 12)
‘Por favor, me dijo, déjame partir, porque se celebra el sacrificio familiar en la ciudad y mi propio hermano me ha ordenado que vaya. Ahora, si quieres hacerme un favor, iré de una escapada a ver a mis hermanos’. Por eso él no ha venido a la mesa del rey". (I Samuel 20, 29)
Pero llegó un viajero a la casa del hombre rico, y este no quiso sacrificar un animal de su propio ganado para agasajar al huésped que había recibido. Tomó en cambio la oveja del hombre pobre, y se la preparó al que le había llegado de visita". (II Samuel 12, 4)
Los hombres vieron en esto un buen augurio, y se apresuraron a tomarle la palabra, diciendo: "¡Ben Hadad es tu hermano!". El rey añadió: "Vayan a buscarlo". Entonces salió Ben Hadad y él lo hizo subir a su propio carro. (I Reyes 20, 33)
Pero no hizo matar a los hijos de los homicidas, cumpliendo lo que está escrito en la Ley de Moisés, donde el Señor prescribió lo siguiente: "No se hará morir a los padres por las culpas de los hijos, ni a los hijos por las de los padres, sino que se hará morir a cada uno por su propio pecado". (II Reyes 14, 6)
Pero la gente de cada nación se hizo su propio dios y los instalaron en los templos de los lugares altos que habían construido los samaritanos. Cada una de las naciones obró así en la ciudad donde residía: (II Reyes 17, 29)
Entre todos los dioses de esos países, ¿hubo alguno que librara de mi mano a su propio país, para que el Señor libre de mi mano a Jerusalén?". (II Reyes 18, 35)