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Cuarenta años me disgustó esa gente y yo dije: "Son un pueblo que siempre se escapa, que no han conocido mis caminos". (Salmos 95, 10)
Dije al Señor: "Tú eres mi Dios, presta atención, Señor, a la voz de mi súplica". (Salmos 140, 7)
Me dije: "Vamos, encontremos la alegría, y que yo pruebe la felicidad!". Pero eso también no es más que un viento. (Eclesiastés (Qohelet) 2, 1)
Me dije: "Si la suerte del insensato es también la mía, ¿qué he ganado con mi sabiduría? Y también en esto he visto que uno se afana por nada. (Eclesiastés (Qohelet) 2, 15)
Y me dije a mí mismo: Dios juzgará al justo y al malo, pues hay tiempo para todo, y nada escapa a su juicio. (Eclesiastés (Qohelet) 3, 17)
Me dije a mí mismo, pensando en lo que es el hombre: Dios los pone a prueba, les demuestra que no son más que animales. (Eclesiastés (Qohelet) 3, 18)
Entonces dije: la sabiduría supera a las hazañas, pero cuando se trata de los pobres, se desprecia su sabiduría: pueden hablar, pero no los escuchan. (Eclesiastés (Qohelet) 9, 16)
Me dije: subiré a la palmera, míos son esos racimos de dátiles. ¡Sean tus pechos como racimos de uvas y tu aliento como perfume de manzanas! (Cantar 7, 9)
Pero también comprendía que el único medio para tenerla era que Dios me la diera, y ya era una señal de inteligencia el haberlo comprendido. Por eso me volví al Señor y le supliqué; le dije con todo mi corazón: (Sabiduría 8, 21)
Yo dije: «¿Hasta cuándo, Señor?» Y él me respondió: (Isaías 6, 11)
yo fui el primero que dije a Sión: «Aquí están.» y mandé la Buena Nueva a Jerusalén. (Isaías 41, 27)
Cuando estaba estirando los cielos y echando los cimientos de la tierra, coloqué mis palabras en tu boca y te escondí bajo mi mano. Y dije a Sión: «Tú eres mi pueblo.» (Isaías 51, 16)